sábado, 13 de octubre de 2007

De trotones, balones y canastas

Trotons a l'hipòdrom de Maó. / M.F.

En los días anteriores al inicio de la liga de baloncesto, la página web de la ACB abría con un extenso reportaje sobre el ViveMenorca. Lo firmaba Antonio Rodríguez, el comentarista de baloncesto del canal Digital Plus, que diseccionaba técnicamente la preparación de la pretemporada y se sumergía en el entusiasmo y el carácter propio de los jugadores y su entrenador, Ricard Casas.


El reportaje acababa mencionando una conversación con el taxista que le recogió en el aeropuerto: «A mi mujer la hice socia el año pasado, cuando alguien se dio de baja. Y este año, a mi madre, que no le interesa mucho el deporte, pereo se vuelve loca con el ViveMenorca». Y así es el ViveMenorca, concluye Antonio Rodríguez, el orgullo de una isla.


Una afición que sufre partido a partido, triple a triple, lesión a lesión. Y que se vuelca sin tapujos desde el Pavelló, en los desplazamientos, desde casa o desde el bar. Dice Mario Stojic, el nuevo capitán del equipo y referente absoluto en el vestuario que la afición le lleva, muchas veces, a un nivel superior del que puede jugar. Deberían contarles a los jugadores cómo se viven los últimos minutos de los partidos desde el bar del Hipódromo de Maó. El domingo a mediodía, acabada la última carrera de trotones y solventado el resultado de las apuestas, el público se desplaza hasta el televisor que retransmite el correspondiente partido. El momento suele coincidir con el inicio del último cuarto. Es como una extensión de la grada, desde la que se reconoce y saluda a los vecinos, armados de bocinas, trompetas y bufandas, que acompañan al equipo en la cancha. Se aplauden las canastas propias y se silba a los tiradores contrarios. Se increpa a los árbitros, se protestan personales y se cuentan los segundos. Las voces y gestos de Casas asustan y el apretado final del encuentro se celebra o, qué le vamos a hacer, se deja para el próximo fin de semana.


Sólo en Menorca se sabe el esfuerzo por entrar en la ACB. A nadie se le escapa los cambalaches económicos y políticos que tuvieron lugar con el ascenso. Sacrificios repetidos al final de cada temporada, con la amenaza del descenso pendiente de un hilo. Cada partido es una epopeya, de resultado incierto y a menudo decepcionante. Pero la respuesta es única y unánime y el entusiasmo, cómplice.Hay que estar en la entrada del Pavelló de Bintaufa un día de partido. Hay que ver a las familias, de tres y cuatro generaciones, convertidas en grupos de pacíficos hooligans dispuestos a encestar desde la línea de 6,25 o a hacerle una personal a aquel gigantón del Barça. Hay que ver cómo las señoras, que sólo pronunciaban apellidos extranjeros por los cotilleos de revista, nombran ahora a cada uno de los chicos de la plantilla. En perfecto inglés y en perfecto croata, eso sí, con acento menorquín.

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